Cultura | La relación entre alma y cuerpo según Descartes
Por Javier Merino
Para Descartes, la primera verdad sobre la que ha de construirse el nuevo edificio de la filosofía es la certeza del yo pensante, de la cosa pensante (res cogitans), pues constituye el único punto de partida válido para asegurar que los conocimientos claros y distintos obtenidos por intuición son conocimientos firmes y verdaderos.
Ahora bien, también hay conocimientos –Descartes los llama «ideas adventicias», representaciones cuyo contenido creemos que nos llega desde fuera– que se refieren al mundo externo y corpóreo que no podemos obtener con la misma claridad y distinción que exige la intuición. Los objetos materiales, como opuestos a la sustancia espiritual y pensante que es el yo, son concebidos por Descartes como cosa extensa (res extensa) y su conocimiento tiene lugar a través de los sentidos, los cuales pueden engañarnos.
Sin embargo, esta apertura de las facultades sensibles e imaginativas a un mundo exterior ¿es realmente objetiva? Y en caso afirmativo ¿quién garantiza su objetividad? Para responder a ambas preguntas y garantizar plenamente que la facultad cognoscitiva del hombre no puede ser engañada con respecto a los objetos que componen el mundo externo, Descartes recurrirá a la demostración de la existencia de Dios partiendo no del mundo exterior al hombre, sino a partir del hombre mismo o, mejor dicho, de su conciencia. La importancia de este recurso metódico estriba en el hecho de que la idea de Dios que encuentro en mí, una «idea innata», garantiza en última instancia, por su carácter no derivable y evidente, la correspondencia entre la actividad pensante de la sustancia espiritual y las características y comportamientos de las sustancias extensas pensadas y conocidas por ella. La idea de Dios reafirma así la positividad de la realidad humana así como la capacidad natural para conocer la verdad.
Establecida la importancia de la demostración de la existencia Dios como fundamento último de evidencia y garante de la certeza de los objetos que componen el mundo externo, queda definida a grandes rasgos la concepción dualista cartesiana según la cual el ser humano sería una dualidad compuesta de alma y cuerpo. Se trata de un dualismo antropológico, es decir, una concepción del hombre que lo escinde en dos sustancias realmente distintas que pueden existir separada e independientemente:
– Por un lado, el alma, concebida como sustancia pensante (res cogitans), expresa el atributo del pensamiento y, por tanto, a imagen del Creador, la sustancia espiritual, una, simple, indivisible e infinita dentro de mí.
– Por otro lado, el cuerpo, materia finita en cuanto pura extensión, es espacial y mensurable tanto en sus propociones estáticas como en sus movimientos y actividades. El cuerpo es, de hecho, un autómata dotado de puro movimiento mecánico, de ahí que su comportamiento sea semejante al de las máquinas y esté regido por las leyes de la mecánica.
Es importante notar que es en el cuerpo y no en el alma donde Descartes localiza el principio de vida: luego la vida se reduce al puro movimiento mecánico. O dicho a la inversa: el alma no hay que concebirla en relación con la vida, es pensamiento pero no vida.
La comunicación entre el yo-alma y el cuerpo-máquina en Descartes es bastante problemática. El filósofo francés admite que el papel del alma es activo y fundamentador, pero al localizar su sede principal en el centro del cerebro –concretamente en la llamada «glándula pineal»– se verá obligado a explicar cómo funciona el mecanismo de interacción entre dos sustancias tan heterogéneas, y a explicar en obras posteriores como Las pasiones del alma (1649) una unión de alma y cuerpo más estrecha de la inicialmente planteada.
Prueba de esta comunicación o interacción entre cuerpo y alma es la existencia de las pasiones humanas, para cuya demostración Descartes adopta una explicación indudablemente mecanicista: en un planteamiento original que bebe de las teorías de la circulación de la sangre de Servet y Harvey, Descartes explica cómo los «espíritus animales», producidos en el corazón, circulan rapidísimamente por todo el cuerpo mezclados con la sangre y son bombeados finalmente al cerebro, donde ejercen una presión sobre la glándula pineal, que responde a la sensación en forma de movimiento del cuerpo.
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