viernes, 22 de abril de 2011

Razón, Verdad e Historia, Hilary Putnam

CEREBROS EN UNA CUBETA   
Hilary Putnam, Razón, verdad e historia
 Una hormiga se arrastra lentamente sobre la arena. Conforme avanza va trazando en ésta una línea. Por puro azar, la línea se des­vía y vuelve sobre sí misma, de tal forma que acaba pareciendo una reconocible caricatura de Winston Churchill. ¿Ha trazado la hormi­ga un retrato de Winston Churchill, un dibujo que representa a Chur­chill?
La mayoría de la gente, tras reflexionar un poco, contestaría que no. Después de todo, la hormiga nunca ha visto a Churchill, ni si­quiera un retrato suyo, ni tampoco tenía intención de representarlo. Simplemente trazó una línea (y ni siquiera este acto fue intencional), línea que nosotros podemos ver como un retrato de Winston Chur­chill.
Podemos expresar esto afirmando que la línea no representa por sí misma1. La semejanza (de una especie muy complicada) con las fac­ciones de Winston Churchill no es condición suficiente para que algo represente o se refiera a Churchill. Tampoco es condición necesaria: en nuestra comunidad, la forma impresa «Winston Churchill», las pa­labras «Winston Churchill», en tanto que pronunciadas, y muchas otras cosas, se usan para representar a Churchill (aunque no pictóri­camente), si bien no tienen el tipo de semejanza con Churchill que sí tiene un retrato —o incluso un dibujo esquemático. Si la semejanza no es condición necesaria ni suficiente para que alguna cosa represente a otra, ¿cómo demonios puede una cosa representar (o estar en un lugar de, etc.) otra diferente?
La respuesta puede parecer fácil. Supongamos que la hormiga ha visto a Winston Churchill, y supongamos que tiene la inteligencia y la habilidad suficientes para dibujar un retrato suyo. Supongamos que ha elaborado la caricatura intencionalmente. Entonces la línea habría representado a Churchill.
Por otra parte, supongamos que la línea tiene la forma WINSTON CHURCHILL, y que este hecho es un mero accidente (pasando por alto que es bastante improbable). Entonces los «caracteres impresos» WINSTON CHURCHILL no habrían representado a Winston Churchill, a pesar de que sí lo hacen cuando aparecen hoy en casi todos los libros.
De forma que puede antojársenos que lo que se necesita para la representación, o lo que se necesita principalmente para la represen­tación, es la intención.
Pero para tener la intención de que algo, siquiera el lenguaje pri­vado (incluso las palabras «Winston Churchill» repetidas mentalmen­te y no oídas) represente a Churchill, debo ser capaz de pensar en Chur­chill, para empezar. Si las líneas en la arena, los ruidos, etc., no pue­den representar nada «en sí mismos», entonces ¿cómo es que pueden hacerlo las formas del pensamiento? ¿Cómo puede el pensamiento al­canzar y «aprehender» lo que es externo?
Algunos filósofos han dado un salto desde estas reflexiones hasta lo que ellos consideran como una prueba de la naturaleza esencial­mente no-física de la mente. El argumento es simple; lo que dijimos acerca de la curva de la hormiga también se aplica a cualquier objeto físico. Ningún objeto físico tiene por sí mismo la capacidad de refe­rirse a una cosa más bien que a otra; no obstante, es obvio que los pensamientos de la mente sí lo logran. De modo que los pensamien­tos (y por ende, la mente) poseen una naturaleza esencialmente dis­tinta de la de los objetos físicos. Tienen la característica distintiva de la intencionalidad —pueden referirse a otras cosas; ningún objeto fí­sico tiene «intencionalidad», salvo la intencionalidad que se deriva de su uso por parte de una mente. O eso se pretende. Pero esto es ir demasiado deprisa; postular misteriosos poderes mentales no resuelve nada. A pesar de todo el problema es real. ¿Cómo es posible la inten­cionalidad? ¿Cómo es posible la referencia?
TEORÍAS MÁGICAS DE LA REFERENCIA
Hemos visto que el «dibujo» trazado por la hormiga no tiene co­nexión necesaria con Winston Churchill. El mero hecho de que el di­bujo mantenga cierta «semejanza» con Churchill no lo convierte ni en un retrato real ni en una representación de Churchill. Salvo que la hormiga sea una hormiga inteligente (y no es el caso) y sepa algo con respecto a Churchill (y tampoco es el caso), la curva que trazó no es un dibujo, ni tan siquiera una representación de algo. Ciertos pueblos primitivos creen que algunas representaciones (en particular los nombres) tienen una conexión necesaria con sus portadores; creen que saber el «verdadero nombre» de alguien o algo les otorga poder sobre ese alguien o algo. Este poder procede de una conexión mágica entre el nombre y el portador del nombre; pero una vez que nos per­catamos de que el nombre sólo tiene una conexión contextual, con­tingente y convencional con su portador, es difícil ver por qué el co­nocimiento del nombre ha de tener alguna significación mística.
Es importante darse cuenta de que a las imágenes mentales, y, en general, a las representaciones mentales, les ocurre lo mismo que a los dibujos físicos; la conexión que tienen las representaciones men­tales con lo que representan no es más necesaria que la que tienen las representaciones físicas. La suposición contraria es un vestigio del pen­samiento mágico.
El problema quizá se capte más fácilmente en el caso de las imá­genes mentales (quizá el primer filósofo que captó la enorme impor­tancia de este problema, pese a no ser realmente el primero en bara­jarlo, fue Wittgenstein). Supongamos que en alguna parte existe un planeta en el cual se han desarrollado seres humanos (o han sido de­positados allí por extraños cosmonautas). Supongamos que esos hu­manos, si bien son como nosotros, nunca han visto un árbol. Supon­gamos que nunca se han imaginado un árbol (la única vida vegetal que existe en su planeta son los líquenes). Supongamos que cierto día, una nave que pasa por su planeta sin establecer contacto con ellos, arroja sobre éste el dibujo de un árbol. Imaginémosles devanándose los sesos ante el dibujo. ¿Qué demonios es esto? Se les ocurre toda clase de especulaciones: un edificio, un baldaquín, e incluso alguna especie de animal. Pero supongamos que ni siquiera se aproximan a saber de qué se trata.
Para nosotros la pintura es la representación de un árbol. Para aquellos humanos el dibujo únicamente representa un objeto extra­ño, de naturaleza y función desconocidas. Supongamos que, como resultado de ver el dibujo, uno de ellos tiene una imagen mental que es exactamente como mis imágenes mentales de los árboles. Su ima­gen mental no es la representación de un árbol. Sólo es la representa­ción del extraño objeto (el que sea) que representa la misteriosa pin­tura.
Pese a esto, alguien podría argumentar que la imagen mental es de hecho la representación de un árbol, ya que, en primer lugar, el dibujo que provocó tal imagen mental era la representación de un ár­bol. Hay una cadena causal desde los árboles reales hasta la imagen mental, aun cuando esta sea muy extraña.
Sin embargo, podemos imaginarnos la ausencia de esta cadena. Supongamos que el «dibujo de un árbol» que la nave espacial arrojó no era en realidad el dibujo de un árbol, sino el resultado accidental del derrame de algunas pinturas. Aun cuando fuese exactamente igual al dibujo de un árbol, en realidad no sería el dibujo de un árbol en un grado mayor que la «caricatura» de la hormiga era un retrato de Churchill.
Podemos incluso imaginar que la nave espacial que arrojó el «di­bujo» procedía de un planeta en el que no se sabía nada sobre los ár­boles. En tal caso, pese a que esos humanos tendrían imágenes cuali­tativamente idénticas a mi imagen de árbol, esas imágenes no repre­sentarían más a un árbol que a cualquier otra cosa arbitraria.
Lo mismo ocurre con las palabras. Un discurso impreso podría parecer una descripción perfecta de un árbol, pero si fueron los mo­nos quienes lo produjeron golpeando fortuitamente las teclas de una máquina de escribir durante millones de años, entonces las palabras de ese discurso no se refieren a nada. Si alguien las memorizase y las repitiese mentalmente sin entenderlas, entonces cuando fuesen pen­sadas tampoco se referirían a nada.
Imaginemos que la persona que está repitiendo mentalmente estas palabras ha sido hipnotizada. Supongamos que tales palabras están en japonés, y que al hipnotizado se le ha dicho que entiende ese idio­ma. Supongamos que cuando piensa esas palabras experimenta algo así como un «sentimiento de comprensión». (Aunque si alguien irrum­piese en su flujo mental y le preguntase qué significan las palabras que está pensando, descubriría que no podría decirlo.) Quizá la ilu­sión sea tan perfecta que incluso podrá engañar a un telépata japo­nés. Pero si no es capaz de emplear las palabras en los contextos apro­piados ni de responder preguntas con respecto a lo que «piensa», en­tonces no las entendió.
Combinando estas historias de ciencia-ficción, podemos idear un caso en el que alguien piensa ciertas palabras que constituyen de he­cho la descripción de un árbol en algún lenguaje, y simultáneamente tiene unas imágenes mentales apropiadas, pero ni comprende las pa­labras ni sabe lo que es un árbol. Incluso podemos imaginar que las imágenes mentales fueron provocadas por un derrame de pintura (aun­que la persona ha sido hipnotizada e inducida a pensar que son imá­genes de algo apropiado a su pensamiento —sólo que, si se le pregun­ta de qué son imágenes, no podría responder). Y podemos imaginar que ni el hipnotizador ni el hipnotizado han oído hablar del lenguaje en el que este último está pensando— quizá sea una mera coinciden­cia el que estas «oraciones sin sentido», tal y como las considera el hipnotizador, sean la descripción de un árbol en idioma japonés. En resumidas cuentas, cualquier cosa que pase ante su mente puede ser cualitativamente idéntica a lo que estaba pasando por la mente de un hablante japonés que pensaba verdaderamente en árboles— pero nin­guna de ellas se referiría a árboles.
Todo esto es realmente imposible, por supuesto, del mismo modo que es realmente imposible que los monos mecanografíen por casua­lidad una copia de Hamlet. Y esto es afirmar que las posibilidades en contra son demasiado altas como para que este suceso realmente ocurra. A pesar de todo, no es lógicamente imposible, ni siquiera físicamente imposible. Podría suceder (es compatible con las leyes de la física, y quizá también con las condiciones actuales del universo, si hubiese seres inteligentes sobre otros planetas). Y si sucediese, sería una sorprendente demostración de una importante verdad conceptual: ni siquiera un amplio y complejo sistema de representaciones verba­les y visuales tiene una conexión intrínseca, mágica, dada de una vez por todas, con lo que representa; una conexión independiente del modo en que fue causada y de lo que constituyen las disposiciones del suje­to hablante o pensante. Y esto es cierto tanto si el sistema de repre­sentaciones (palabras e imágenes, en nuestro ejemplo) esta implementado físicamente —las palabras son palabras escritas o habladas y los dibujos son dibujos físicos— o tan sólo concebido mentalmente. Ni las palabras del pensamiento ni las imágenes mentales representan intrínsecamente aquello acerca de lo que tratan.

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